– Mamá, ¿dónde se va el fuego cuando se apaga?
— Hijo, ¡qué preguntas me haces! Demasiado profundas para esta hora de la mañana…. ¡Y yo qué sé! –contesté a mi hijo de apenas seis años, con su carita enmarcada por los mismos rizos negro azabache que me enamoraron de su padre.
La profesora de 1º ya me había advertido que el niño era “raro” que hacía preguntas que a nadie se le habían ocurrido antes. Que si vivía en su mundo, y que si lo había visto un sicólogo, que si el médico le había diagnosticado algún trastorno…
Tuve que respirar profundamente porque mi primer impulso fue contestarle como se merecía, pero me tragué el orgullo y callé.
— Tranquila, Laura, lo llevaremos al médico y te diremos si hay algo relevante -le contesté, lo más asépticamente que pude.
Y lo llevamos al médico, y le hicieron pruebas, y se confirmó algo que ya intuíamos su padre y yo, pero que no le dimos importancia. Teníamos un hijo superdotado. Y como todos los niños de sus características se pasaba el día preguntando, preguntando, preguntando…
Al principio era fácil, si nos encallábamos en la respuesta lo mirábamos en internet, pero ahora ya las preguntas se las traían y muchas veces nunca se nos hubieran ocurrido a nosotros. Y nos hacía reflexionar y ver que el mundo estaba lleno de preguntas sin respuesta, de cosas interesantes que podíamos buscar, profundizar, estudiar.
La pregunta de la mañana me tuvo todo el día dando vueltas a la cabeza. ¿Dónde, dónde va el fuego?
Y me vino a la cabeza esa otra frase que me martirizaba en cada desengaño y a la que nunca encontré respuesta…
Dime, dímelo tú, ¿dónde va el amor cuando se acaba?…
No sabía que la había dicho en voz alta hasta que mi hijo me contestó.
— Pues está claro mamá. Al mismo sitio que el fuego.
M. Carmen