jun 12

Cada día tenía que bajar un trozo de la Perona, el barrio en el que vivía, descender por el barranco, atravesar el escampado y continuar caminando cuatro o cinco calles más hasta llegar al Adela de Trenquelleon, un colegio de monjas  que estaba situado en el 256 de la calle Provençals. No guardo muchos recuerdos de mi colegio, tampoco estudié el tiempo suficiente para poder añorarlo.

Mi profesora se llamaba Sor Loreto y siempre la sentí como alguien especial. Intuía  su cariño cuando me hablaba. Decía  que yo llegaría muy lejos  y que tenía una inteligencia superior a las demás niñas.

Un día nos pidió  que trajésemos  de casa, un puñado de arroz, otro de lentejas, otro de judías, garbanzos. Todas las variedades que tuviésemos de legumbres en casa porque  íbamos hacer  una manualidad. Al día siguiente, nos dio a cada niña un trozo de tabla muy fina con el dibujo de un payaso pintado y un bote de cola blanca, teníamos que rellenar el dibujo con las diferentes legumbres: para la cara una, para los ojos otra y así consecutivamente hasta completar el cuadro. Me encantó hacer aquello, mi payaso quedó muy bonito. Yo era muy meticulosa y pase largo rato colocando con sublime cuidado cada una de aquellas piezas.

Una mañana al llegar al colegio todas las niñas estaban agrupadas alrededor de Sor Loreto. No sé qué pasaba supongo que era su santo o el finalizar de curso. El caso es que había un gran revuelo, Sor Loreto estaba de pie en medio de la clase y todas las niñas aglomeradas junto a ella con un regalo en las manos. Una tras otra se lo fueron dando y ella, agradecida, las besaba y las sonreía con cariño. Yo me senté directamente en mi pupitre con la cabeza gacha y mis manos vacías. Las niñas  revoloteaban engreídas, vanidosas, mirándome con una sonrisa de superioridad. Todas sabían que yo era de la Perona y que vivía en las barracas. Para ellas éramos los pobres y aquel espectáculo lo acabó de dejar bien claro. Al cabo de un momento, sentí un enorme beso encima de mi cabeza agachada, levanté la mirada y era ella, con la misma sonrisa que antes había sonreído a las otras niñas. Seguí yendo algunos años más al colegio pero jamás hubo otro “día de los regalos”.

Una vez la engañe, muchas veces llegaba tarde y en algunas ocasiones me reñía, a sí que aproveché un gran alboroto que había habido  en el barrio para disculpar mi tardanza de esa tarde.  El Alcalde hizo una visita a las barracas, toda la gente del barrio estaba entusiasmada y todo el mundo hablaba de ello. Yo le dije a Sor Loreto que había estado en nuestra casa y que nos había entretenido a todos y no sabía la hora que era. Me dio unos golpecitos en la cabeza y me dijo con voz muy puesta: “que no vuelva a suceder”. Me senté en mi asiento tranquila y segura de que se lo había creído. La verdad es que estaba fregando los platos, hasta que no acababa, no podía ir al colegio. Por más que corría el camino era largo y casi nunca podía llegar a la hora. A los pocos días me pidió que le dijese a mi madre que quería hablar con ella. Las oí discutir desde la puerta del colegio. Cuando salió de la clase, mi madre tenía la cara roja y estaba muy enfadada, le pregunté qué le había dicho Sor Loreto y me contesto que nada, secamente: “tira pa  lante”, me replicó. Y aquí se acabo todo.

Tenía once años cuando empecé a  trabajar en una peluquería del barrio donde iba mi madre a peinarse. Durante la semana iba al colegio y el viernes, sábado y domingo lavaba cabezas y quitaba rulos subida a un taburete. Allá donde iba cargaba con el trasto para subirme en él. El agua se calentaba en ollas de reglamento que eran más altas que yo; la sacaba en cubos más pequeños que transportaba de un lado a otros para aclarar el cabello. Muchas veces, al inclinarme para cogerla, me caía de cabeza adentro de la olla y tenían que venir a rescatarme.

Un día mi madre fue hablar con mi querida profesora. Le informo de que dejaba el colegio. Recuerdo a Sor  Loreto suplicándole  que no hiciese semejante disparate, que me iba a destrozar la vida. Seguía repitiendo una y otra vez que yo podía llegar muy lejos si seguía estudiando, pero la negativa de mi madre fue rotunda. Tenía doce años cuando me sacaron del colegio para ponerme a trabajar definitivamente.

Sor Loreto siempre ha estado y estará en mi corazón. Recuerdo su mirada cálida e ilusionada, aquellos golpecitos que me daba encima de la cabeza como si fuesen un mimo. La satisfacción en su cara cuando le entregaba algún trabajo y sus palabras. “Muy bien jovencita sigue así, llegarás muy lejos”.

Gracias mi querida profesora.

12 de junio día mundial de la lucha contra el trabajo infantil

Carmen Gómez

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