El tramo de mi calle
La granja de la Sra. Carmen, la papelería, la pesca salada, la Pollería, el bar del Cesar, el Restaurante de los Navarros, la peluquería Blanca, los electrodomésticos Gumper, el Banco Atlántico, la pastelería del Ferran, el bar del Sandro, los calzados Marrugat, el bar Zurbaran, el Franfurt, la Barbería, el bar Fluviá. Estas eran las tiendas de mi barrio, entre ellas crecí, me hice mujer, me enamoré, me casé y fui madre. Recorrí cada una de las baldosas del mismo suelo una y mil veces, desgastando mis pies a medida que ellos iban creciendo.
Llegué a este barrio cuando aún no tenía trece años. La Sra. Carmen de la granja me ofreció trabajo, yo era una pequeña y escuálida niña a la que ella adoptó simbólicamente, me enseñó a responsabilizarme y me mostró algo fundamental para mí, el reconocimiento personal, la confianza y el cariño.
Lo que antaño fue el centro neurálgico del vecindario, ahora es una verja llena de polvo y mugre. Cuando paso por allí en mi devenir diario recuerdo aquella niña alegre, correteando, rebosando vitalidad y entusiasmo y no puedo evitar sentir un pellizco en la boca del estomago.
La granja ha desaparecido, como alguno de los otros comercios de mi infancia que he descrito, pero los demás han sufrido esta ola transmutable que nos envuelve y nos arrastra empujándonos al desarraigo vecinal, emocional y cognitivo. Las tiendas sin cara y en muchos casos sin voz han dejado a nuestros comercios carentes de cobijo y despojados de memoria histórica, aquella memoria que te transmitieron desde chiquito y que tú, a su vez, has transmitido a tus propios hijos.
Los tenderos, farmacéuticos, peluqueros, y comerciantes en general conocían a tus padres y abuelos incluso más, te vieron nacer y tú a sus hijos. Andar por la calle era como caminar por tu casa. Las personas o los lazos que se crearon con los años y los días han quedado reducidos a letreros ilegibles, olores extraños e idiomas incomprensibles para nosotros. Personas y más personas que, a pesar de verse diariamente, nunca llegaran a conocerse y mucho menos a relacionarse entre ellas.
Tal vez nuestros hijos, tal vez nuestros nietos, no sé. Tal vez algún día cuando camine por las calles de mi barrio deje de añorar a todas y cada una de aquellas personas, sus sonrisas, sus “buenos días”, su “como estás hoy”. Ese regocijo que se siente al encontrarte con esa persona amiga que se preocupa por tus cosas y se interesa por tu familia, por tus vivencias, que es capaz de abordarte para preguntarte con sumo cariño que te pasa, e incluso llora contigo si hace falta.
No puedo evitar mal que me pese penetrar mis ojos hasta el fondo de esas tiendas, mis tiendas, para escudriñar mis recuerdos y los recuerdos que penden de cada una de ellas. La granja de la Sra. Carmen cambió mi vida, ella colocó en mí los primeros cimientos para que yo pudiese seguir construyendo. Me ancló al barrio y a sus gentes y contribuyó hacer de mí, la mujer que ahora soy. Ésta, que, a pesar de favorecer los cambios y el progreso, llora por dentro su desconcertada añoranza.
Carmen Gómez