Notaba como el vaho de la cocina se colaba por la rendija de la puerta del dormitorio acompañado de ese inconfundible aroma de los domingos por la mañana.
Muy temprano, la abuela Lola, después de asearse y tomar un humeante tazón de café con leche acompañado de unos churros que ella misma había preparado, se ponía manos a la obra y colocando la olla al fuego esperaba que rompiera a hervir. Comenzaba entonces el ritual: echaba los ingredientes con tanto cariño y delicadeza que daba la impresión de que eran piezas únicas; tenia tanto cuidado que cualquiera hubiera dicho que los acariciaba en lugar de cortarlos con el cuchillo que tenía en exclusiva para su uso personal.
Primero, dejaba caer en el agua un buen trozo de carne fresca, algo de espinazo unas costillas de cerdo y, si precisaba, una pizca de sal; a veces añadía alguna de las partes de ese digno animal que es el cerdo, un trozo de careta, oreja, rabo, daba igual, lo que tuviera ese día en la despensa por último añadía un trozo de unto, ingrediente imprescindible para un buen caldo gallego que se precie de serlo, sin él, sin ese sabor y olor tan característicos no sería lo mismo.
Mientras dejaba que cocieran? a fuego lento, iba limpiando los grelos, —aún me parece oír el crujido de las hojas al romperlas entre sus manos y, una vez en el escurridor, le tocaba a la patata esa deliciosa patata gallega, la pelaba con cuidado pero con cierta rapidez para acabar cortándola como a mordiscos. «Es necesario que sea así para que espese el caldo», —murmuraba en voz baja—
Mas tarde, pinchaba la carne con un tenedor comprobando que todo estuviera bien cocido y en su punto, era entonces el momento de retirarlo del fuego, debía quedar bien escurrido ―todavía puedo escuchar el sigiloso goteo que me recordaba al de un grifo estropeado―. Con mimo iba colocando los ingredientes ya cocidos en una de esas fuentes de loza blanca que guardaba en la vitrina del comedor. «Por si a alguien le apetece, y si no, ya haremos unas croquetas o unas empanadillas de carne, todo se aprovecha, no hay que tirar nada».
Enfrascada en su faena, ponía en la tartera las patatas la verdura y la judía blanca que no había olvidado dejar en remojo la noche anterior. Desde mi cuarto, escuchaba como iban cayendo e imaginaba que eran pequeños duendecillos dándose un baño, chapoteando en el agua de un estanque y, como en un juego, apostaban quien llegaría antes a la olla.
Mientras tanto sin sobresaltos y con resignación la abuela exclamaba: « ¡Hala a esperar!».
Durante la espera observaba como todos, uno a uno, después de sacudirnos las sabanas de encima, de un salto, nerviosos y emocionados, salíamos de nuestros dormitorios. Todavía a medio despertar y restregándonos los ojos, intentábamos retirar las legañas que nos impedían ver con claridad lo que se cocía en la cocina, pero el olfato no nos engañaba y un Umm… que al unísono salía de nuestros labios hacia sonreír a la abuela.
Era la señal de su acierto, el plato favorito de todos para una buena mesa de domingo.
Magui Turnes