Se levantó hundida, con ganas de llorar, como cada vez que llegaba a ese punto.
Fue a la cocina a prepararse un café que la calmara, descalza como siempre. Le encantaba sentir el frescor del parquet. Se puso la primera bata que agarró, en esta ocasión la de Andrés, que le venía larga y ancha, pero le daba una calidez que la reconfortaba en esas horas frías.
– ¿Por qué?, se preguntó al borde de las lágrimas.
Salió con su taza preferida al porche, esparciendo el olor a café a su alrededor. Todo estaba en una semi penumbra que le encantaba. Se sentó en el último peldaño con los pies hundidos en la hierba, mirando fijamente su precioso jardín. Le daba paz y sosiego a su alterado ánimo.
Dedicaba horas cuidando cada planta, cada árbol, cada rincón. Y se maravillaba al ver cómo la vida brotaba. Año tras año, al llegar la primavera todo se llenaba de un verde brillante, de colores, de armonía. Todos sus esfuerzos habían valido la pena. Envidiaba la vida de su jardín. Esa Naturaleza que sin esfuerzo nacía, se reproducía y moría una y mil veces.
Se entretuvo observando una hormiga que se empeñaba en subir por el dedo meñique y acabó haciéndole cosquillas entre los dedos. Era muy pequeña, debía ser un bebé hormiga. Sonrió para sí misma al percatarse de sus absurdos pensamientos.
Dejó la taza a su lado y se acercó a la valla de madera que tenía más cercana. Olvidó que iba descalza y lanzó un chillido al notar en el pie una piedra puntiaguda. Al llegar a la valla, confirmó lo que había apreciado desde el porche, que la hiedra había crecido enormemente desde la última vez que la había podado. Brotes nuevos se esparcían desparramados por el suelo, como una melena despeinada y sin sentido. Ella los fue colocando con cuidado hasta formar un enrejado que cubría toda la valla.
Cerró los ojos y aspiró los aromas que el rocío había acentuado. Volvió a los escalones de la entrada, cogió la taza con café ya frío y subió lentamente al porche en el mismo momento que Andrés aparecía por la puerta de la cocina.
– Vas a coger frío, Anna. Vuelve a la cama, todavía tenemos una hora hasta que suene el despertador.
– Me he desvelado.
– Al menos estaremos juntitos, abrazados y calentitos… Y quién sabe… sonrió picaronamente.
– No puedo, Andrés. –contestó posando su mano en el vientre. Estoy muy triste.
– Chst…
Andrés posó su dedo índice en sus labios y para animarla le dijo.
– Tenemos muchos meses, mi amor. El próximo tal vez.
Entraron abrazados, y Anna, al cerrar la puerta, tenía la certeza que para ella todos los meses serían igual.
Sintió como si fuera la única que desentonaba en ese jardín.
Angela Santolea
15-2-21