La princesita era de una fragilidad innata; su piel era nacarada y tenía el brillo limpio y brillante de su tierna edad, con destellos que daban la sensación de que ésta se mezclaba con pequeñas partículas de mica. Sus ojos azules, de mirada serena e inocente, daban fe de que aún no había sido enturbiada en sus vivencias, como lo habían sido los adultos que la protegían y la querían bien.
Un día la princesita decidió ir a pasear por la tranquila orilla del mar; sentía el deseo de remojar sus lindos pies en el agua, y disfrutar recogiendo trocitos de cristal verde, azul y rojo, que como granos de arroz, redondeados por el ir i venir de las olas, se depositaban entre las piedrecitas.
Quería componer un collar con diminutos caracolillos, que ensartados junto con los cristales de colores, harían la delicia entre sus amiguitas. Alguna pequeña concha nacarada de azul y verde también entonaría, y todo ello unido con un hilo de pescar y un vistoso cierre, completarían el conjunto, al que adornaría con una hermosa pluma de un ave del paraíso, con la que culminaría el adorno. Pensó en añadir una estrella fugaz, pero recordó que el rey, su padre, le había advertido que el azul del cielo no hay que tocar, y ella obediente, así lo hizo.
Recorriendo la larga y soleada playa, se fue acercando donde ésta finalizaba y quedaba flanqueada por un montículo de rocas y vegetación, por lo que decidió hacer el camino de retorno cambiando de sendero y adentrándose un poco en la exultante vegetación. No quería demorarse demasiado, y pensó que si volvía rodeando el arroyo interior, abreviaría tiempo en el camino de vuelta.
Con inocente destreza, cogió su falda con ambas manos y la levantó ligeramente para no tropezar; dando cortos y danzarines saltitos se introdujo por el estrecho camino, acompañándose de gentiles movimientos para mantener su grácil equilibrio.
El camino era más frondoso de lo que ella recordaba, y se hizo denso de ramaje hasta que casi no dejaba penetrar los rayos del sol. Esto la inquietó y abriendo sus grandes ojos, y moviendo sus hermosas pestañas, intentó no perder ni un detalle de su entorno.
De repente apareció un ser monstruoso, peludo, grande, sucio y con un solo ojo en el centro de la frente; la princesa palideció y gimió ante tan impactante presencia, y el monstruo ávido, levantó sus enormes zarpas para atacarla.
La princesa entonces abrió la boca, mostró sus pequeños dientes, y con desmesurada saña se lanzó sobre el monstruo que fue engullido primero desde la cabeza hasta la cintura, y después -con un segundo y rápido movimiento,- desapareció por entero. Y es que las apariencias engañan, y la fragilidad supuesta de las princesitas -en ocasiones,- mucho más.
Javier de la Casa
Un cuento con moraleja: Las apariencias siempre engañan. Bajo la belleza de una piel joven o de unos modales delicados, en muchas ocasiones se clamufa una peligrosa herencia genética difícil de controlar. Igual que en tu cuento.
Javier en tu cuento se cumple la moraleja del lobo con piel de cordero Caramba con la princesita.
Menuda princesita, ya lo decia mi madre que las apariencias engañan. Si és que no son de fiar.